
By Paula Castillo Monreal
Un frenazo hizo saltar la gravilla teñida de albero recién rastrillada y Andrea bajó del coche sin detenerse en el beso que el padre esperaba. Un portazo sacudió la madrugada abierta de cuajo sobre la bahía. Tenía prisa por enseñar a la madre los regalos de cumpleaños. Desde la ladera que se empina tras la valla le tiró con la mano el beso que se estampó contra la carrocería del coche que arrancaba. Un beso más, perdido entre los dedos aliados del viento.
Desde la carretera la casa no se ve. Hay que subir el sendero rojo almagra y atravesar los pinos por el camino que lleva hasta el acantilado para verla aparecer colgando del desfiladero, Villa Soledad. Medio cuerpo volcado al mar y el otro medio erguido, sujeta las rocas gastadas por el fuerte viento del estrecho.
La niña, ansiosa, pasó primero por el taller de la madre, quería contarle cómo había sido la fiesta de cumpleaños. Las esculturas de hierro, enrojecidas aún, descansaban de los golpes de la noche. Al ver que no estaba, la niña subió de dos en dos los escalones de piedra que llevaban a la terraza colgada del cielo sostenida tan solo por un mástil. Sintió en los brazos la humedad pegada a los muros de la casa, y un estremecimiento le amainó el ímpetu. A través del ventanal que dejaba expuesta la intimidad de la planta alta, Andrea vio a su madre que se paseaba desnuda. Los brazos delgados y largos le caían a cada lado del cuerpo meciéndose a la vez que caminaba. La vio pasar por la sala blanca y añadir leña a la chimenea de mármol cebra, la vio ocultarse por detrás del vidrio templado que protegía el baño, y también la vio tumbarse en la cama junto a un hombre al que no conocía. Vio cómo se abrazaban y se reían. Vio bocas abiertas que se devoraban, cuerpos blancos enroscándose violentamente, sombras rendidas que cubrían los cristales de vaho.
Andrea olvidó sus regalos y su fiesta. También quiso olvidar la visión sobrecogedora de su madre, del amante. De su madre. Ya en su habitación, la única que se adentraba en la roca, sacó del armario la cazadora de cuero que le dejó su padre y se arropó con ella. El olor a grasa y asfalto, y a kétchup y a cebolla, y a hierba, hicieron que se relajara. Corrió las cortinas y se tumbó en el suelo para sentir cómo temblaba la casa con las notas metálicas de Judas Priest. Los cuerpos de hierro resguardados de la intemperie acompañaban la danza.
Hacía dos años que vivían solas la madre y la hija. Apenas se hablaban. El padre se marchó porque nunca estuvo, y un día ya no volvió. A la madre no le importó porque tampoco estaba. Siempre oculta tras los tarros de tierras rojas como la lava y añiles inventados, detrás de lo lienzos y del golpe del mazo sobre el hierro, de la lengua del soplete moldeando los cuerpos a su antojo. Cuando la niña supo andar, corría por la casa buscando a la madre detrás de cada esquirla, buscando al padre ocupado en vivir la noche. La niña crecía, comía, crecía y veía la televisión rodeada de soledad. Subida al taburete de Minnie, abría la puerta de la nevera cuando tenía hambre, lo aprendió sola. Abría y cerraba, le gustaba que se encendiese la luz. Abría y cerraba, al ritmo de los golpes, y dejaba la puerta abierta; la luz parpadeaba sobre los botes de mermelada convirtiéndolos en semáforos. ¡Rojo frambuesa! y paraba de comer, ¡Verde ciruela! y comía sin parar mientras la luz continuaba parpadeando. Cuando llegaba el padre la niña dormía en el suelo agarrada al cincel que había dejado olvidado la madre; la envolvía en su cazadora de cuero, la besaba sintiendo el frío de sus labios, y cuando la niña volvía a dormirse en el sofá frente a la chimenea, se marchaba de nuevo oculto tras la culpa.
Sin embargo, el padre no dejaba pasar mucho tiempo, aparecía de vez en cuando para llevarse las cosas que aún echaba de menos, también, en alguna ocasión, se llevó a Andrea para que conociese el mundo. «Solo unos días» le decía a la madre que asentía con cada golpe. El padre le enseñaba cómo era la vida en los hoteles de lujo y en los barcos como edificios de pisos minúsculos sujetos al mar. La niña prefería su casa anclada en la roca, aunque jamás se lo dijo, nunca quiso lastimarlo. El padre le compró un anillo con un corazón y le dibujó una pulsera en la muñeca como regalo de cumpleaños. «Es de tinta permanente», le dijo. «Para que siempre me sientas cerca», y se despidió. La pulsera roja sobre la piel resentida.
A la madre no le gustaba que pasase tanto tiempo con el padre, ni que bebiesen y fumasen juntos. Tampoco que la mimase con ropa y bolsos caros, y mucho menos que le regalase tatuajes. «Eres su padre» le dijo. Quería que estudiase, que no malgastase el tiempo. Andrea era buena, algo violenta como el padre, loca, también como el padre. Inestable como la madre. Demasiado consentida por las ausencias. La madre, capaz de moldear el hierro, nunca supo cómo hablarle a la hija. Intentó que la ayudase, le enseñó a manejar el asentador para suavizar las asperezas del metal. A la niña le dolían las manos, se quejaba. No quería seguir sus pasos, ni ponerse un delantal, ni que se le agrietasen las uñas, ni que la cara se le cubriese de polvo. Quería ser como las amigas del padre, tener glamur. Ligar y encontrar un hombre rico que se ocupase de ella. Odiaba a los jipis y gente rara con los que se acostaba su madre. «Apestan», decía. Entretanto el padre le buscó un empleo de camarera en uno de sus bares de copas, ya tenía edad para ser independiente. Le dio las llaves de un apartamento en la ciudad por si saliera tarde del bar o quisiera quedarse con algún amigo. La madre no estaba de acuerdo, pero la ayudó a decorarlo. «Quizás sea lo mejor para Andrea», se dijo. Y también: «quizás lo mejor para mí».
Cuando Andrea despertó quiso olvidar, pero las risas desde la cocina le hicieron recordar la estampa. ¡Rojo! Y se quedó quieta. Recordó a su madre enloquecida, entregada, doblándose incandescente sobre la piel rosa de un cuerpo probablemente recién estrenado. Andrea salió de la habitación con el rostro demudado de recuerdos, el corazón le golpeaba el pecho mientras caminaba hacia el ruido de las voces. Frente a ella la mano blanca extendida: «Lorenzo», se presentó. Andrea miró de reojo a la madre que se esforzaba en lavar los pinceles apelmazados de colores; una sonrisa blanca le recorría la cara negra, oxidada de tan expuesta. También miró al chico; el cuerpo rosa que al albor le pareció el de un hombre, no tendría más edad que ella. Se miraron los dos con el rubor de saberse. ¡Verde!
—Os vi follar anoche —les dijo sin pudor.
Todavía suenan las notas del heavy metal en la casa encallada en la roca, en la casa volada sobre el mar. El ruido de los pinceles estrellados contra el fregadero. El café derramado volviendo negros los pelos blancos de los pinceles limpios. La hija sostiene con fuerza la mano de Lorenzo, que sujeta a la madre con la otra. Los tres fundidos en un solo cuerpo. La madre se suelta. La bahía se curva doliente ante el golpe. Cuerpos de hierro expían la culpa.