Con las manitas sobre la falda azul de topitos blancos, Magdalena estrujaba el osito que el doctor le había dejado antes de sentarla sobre la silla de cuero rojo. Delante de ella la cámara y una mesita sobre la que había una caja de bombones. Unos bombones a los que no podría llegar aunque estirase mucho los brazos, porque Magdalena Llopis agonizaba. Había prometido no moverse y la creyeron, por eso el doctor abrió la caja de bombones para ella. «Elige el que quieras, niñita» le dijo, y la niña eligió el que parecía una cestita con nueces. La cámara no dejó de grabar mientras Magdalena intentaba masticar.  Por primera vez se iba a realizar el milagro de la reconstrucción de la cruz. Unas correas de cuero gastado colgaban de los brazos del sillón. Cuando la enfermera se dispuso a abrochárselas, la madre de Magdalena levantó la mano al doctor mientras le decía que no con la cabeza, y el hombre asintió antes de cubrirse de verde. En el centro de la cara le brillaba un ojo de cristal por el que miraba la garganta de la niña que permanecía inmóvil como prometió. Solo sus deditos estrujaban el oso panda mientras el doctor terminaba de cauterizar la cruz.

A Magdalena Llopis le abrieron la boca nada más nacer para comprobar si tenía dibujada en el paladar la Cruz de Caravaca. Así sucedió en todos los descendientes del misionero al que se le apareció la cruz portada por dos ángeles antes de su martirio. Todos, uno tras otro, mostraron la cruz de cuatro brazos con el primer llanto.  Así hasta llegar a la madre de Magdalena que nació sin ella. Aquello fue un escándalo para la familia que la repudió por miedo a que la mala suerte y las enfermedades comenzaran a presentarse en una familia que, con anterioridad al misionero y el milagro de la cruz, solo había conocido desgracias. La familia, ensombrecida por la desgracia, acordaron en cuanto fue posible, el matrimonio con un primo segundo: Fulgencio Llopis. Hombre de carácter apocado pero protegido por el dibujo de la cruz tatuado claramente en su paladar. Y hubo una gran celebración y reconocimiento por parte de ambas familias. Nueve meses después, con el nacimiento de Magdalena, todo resentimiento y preocupación quedó olvidado; la niña, había nacido con una gran cruz de cuatro brazos sostenida por dos ángeles que le abarcaba todo el paladar.

En el séptimo cumpleaños de Magdalena, y a pesar de la oposición familiar, los padres decidieron operar de amígdalas a la niña que no dejaba de tener infecciones en la garganta y llagas en la boca. Nada pudo hacer Don Bernardo, el cirujano, cuando comprobó que, junto con las amígdalas, le arrancaría, sin ser ese su propósito, los brazos de la Cruz. Con la guillotina tiró de todo lo que encontró. La niña, que sintió el desgarro sin moverse apenas, extendió su mano para que colocasen allí los restos mutilados. No quería desprenderse de ellos. Aquel día de vuelta a casa caminaron cabizbajas y en silencio. La niña con el puñito cerrado protegía los restos de la Cruz.

¡Ay!, pero la niña no dejaba de estar enferma.

¡Ay! que entonces la familia abandonó de nuevo a la madre.

¡Ay! que Fulgencio salió huyendo.

Y La fiebre subía, y la niña que agonizaba con la expresión de los quemados.

El Doctor Don Bernardo Franco insistió a la madre para que regresara con la niña y pudiera reparar el daño. La hija había dejado de hablar y a la vez que comenzó a mirar oscuro. Aquel día, cuando en la sala se escuchó su nombre: «Magdalena Llopis», nadie levantó la mirada, solo la madre que con los ojos le indicó que acompañase a la enfermera. La niñita se levantó sin fuerza para sostenerse. Sobre la silla dejó con cuidado el osito que le habían dado al entrar, como se vencía de un lado se entretuvo colocándolo derecho hasta que volvió a escuchar su nombre: «Magdalena Llopis». Esa vez su madre la ayudó a levantarse. La mujer vestida de blanco la esperaba en la puerta con los brazos extendidos. La niñita que caminaba con la mirada baja como si se hubiera ya convertido en fantasma, atravesó el cuerpo de la enfermera que no tuvo más remedio que darse la vuelta e ir tras ella. El humo que llegaba del quirófano apenas la dejaba respirar. Al abrir la boca delante de la cámara, el doctor no pudo remediar el vómito; olía a podrido, la infección producida por el cauterio le había afectado hasta los tímpanos.

La niña no dejó de masticar mientras la cámara grababa.

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