
A las siete de la mañana ya estaba en el aeropuerto de Roma. Por unos momentos nada deseé más que precipitarme, lanzarme solo por la ciudad medio desierta a la búsqueda del lugar exacto que procurara satisfacción a mis ansias, de acuerdo con el plan general que me había fijado. Media hora después, el rostro sonriente de Angela Uffizi entretuvo mis pensamientos, sus salvas de cortesía (Come il viaggio, divertente?) me paralizaron, regresé a mi compostura de becado amable y receptivo. El viaje por las calles más anchas de la Citta resultó de lo menos divertente, palabra que mi acompañante, muy nerviosa al volante, no dejaba de sazonar con todo, aplicándola insistentemente, ya fuera a una cafetería o a una estatua ecuestre, como el condimento más insulso de la pizza que iban siendo sus palabras. En un semáforo próximo a San Bernardino (yo no conocía calles, sino iglesias y monumentos) llegué a sentir náuseas e hice ademán de bajarme del Fiat. En ese momento me detuve en las arrugas minúsculas que le surcaban los párpados y decidí que aquella no podía ser Angela. Un empleado de la legación (Departamento de Educación y Ciencia podía leerse en todos los formularios que iba acopiando en su exigua mesa) me sacó de dudas. Después incluso yo mismo tuve ocasión de verla, registrando fichas de los recién llegados o entregada a la grisura de la revisión de los archivos electrónicos. Una mera funcionaria. Firmé las actas de rigor, se me asignó una cuenta para el talón mensual y, sin más cumplimientos, me despedí. El empleado, un hombre empeñado en ser el más cortés de los españoles aquí desplazados, dirigió su mirada hacia la funcionaria divertente y solo comentó Podrá serle de mucha utilidad.
Nuevo desplazamiento en el coche diplomático, con llegada final a las habitaciones del palacete que hacía las veces de madriguera para los becados. La italiana se despidió con otra sonrisa, simétrica a la que me recibió en el aeropuerto, y entonces comprendí que era aún mayor de lo que pensaba. También que Angela Uffizi nunca me recibiría, seguiría siendo sólo un nombre de referencia en mi cerebro becado. Escogí habitación, piso bajo, de acuerdo con el plan general de la obra. A la hora de un mínimo lunch de recepción (pasto di mattina, decía el eufemismo italiano) pude conocer –quiero decir, cruzarme con ellos y saludarlos en una lengua franca– al resto de becados. Se nos dirigieron unas palabras, desde luego no pronunciadas por Angela, sino por una galerista que promocionaba esta suerte de almuerzo informal y birrioso. Cuando hubo que comer de verdad, no fui yo únicamente quien visitó las trattorias vecinas. Medio contingente de becados se disputaba las mesas familiares, lo cual no constituía un problema para mí, solo ante mi obra. Inadvertidamente, la funcionaria italiana se sentó a mi lado, buscando con la mirada el asentimiento de una invitación. Después, unas pocas palabras, Insieme di nuovo, provocaron en mí la sensación de que todo se estaba fraguando para apartarme de mi objetivo esencial. Acabé esa primera noche lejos de las castísimas sábanas residentes, en un hotel de la Via Apia, edificio antiguo con interiores confortables. La funcionaria, de nombre Aspasia –sí, como la mujer del poema de Leopardi– era en el fondo una criatura sencilla. De hecho, la simpática mujercita parecía llevar las consecuencias de su disciplina programada hasta extremos infinitos –ya me había obsequiado con mi licor favorito, ya me proporcionaba, después del amor, las lecturas necesarias, tal y como era mi gusto–. No tardé en sonrojarme ante el pensamiento de que aquel comentario del recepcionista de la legación sobre la utilidad de Aspasia se estaba cumpliendo y decidí, a la menor oportunidad, descubrir el mecanismo (quién sabía si artificial) de tanta complacencia.
La posibilidad de compartir mis sueños con una italiana cibernética me resultaba sobremanera gozosa. Fue entonces que, llevado por un deseo de descubrimiento y burla, decidí confiarle mis planes, imagino que incomprensibles. Con la excusa de la bebida mal llevada la hice tumbarse en la cama, junto a mí, al tiempo que intentaba situarla en las circunstancias que rodeaban mi proceso creativo. Como la conversación fluía con ligereza, entre amaretto y amaretto, pronto pude confesarle la verdadera naturaleza de mi arte, cómo pensaba que la destrucción era el principio de toda belleza, cómo me hallaba aquí, becado por mi gobierno y el suyo, con el único fin, legítimamente artístico, de destrozar escaparates. En realidad, no me importan sus dimensiones, ni su transcendencia comercial. Lo único que me interesa es la abrupta ruptura, el instrumento también me es indiferente: puede ser una piedra, un mechero, un zapato de tacón. Aguardé un momento la sonrisa o el espasmo de la sorpresa (la escena, de algún modo, ya se había reproducido en habitaciones de Estocolmo o París, ciudades becadoras).

Ni una ceja torció Aspasia. Sin contemplaciones, sin violencias, accionó el falso cordón que abría la cortina central, muy amplia, de la habitación. Alzó el índice, con un movimiento cadencioso que nos incluía, a ella y a mí, incitándome a abandonar el lecho y acercarme a la ventana. Después todo fue un mismo acorde, placentero y sugerente: el pisapapeles de jaspe, el cristal de murano, una hermosa plancha casi líquida frente a mí. Recuerdo que todo era demasiado exquisito como para comprender el refinamiento de sus palabras. Que ella tampoco era italiana y que también estaba becada por otro gobierno –no sé si el francés–. Que estábamos en los escaparates de los grandes almacenes Aspasia –de donde seguramente había tomado el nombre– a la vista de todos los nocturnos visitantes de ese tramo comercial de la ciudad, imprevistos participantes de aquel happening. Que acaso había envejecido un poco, pero que no era fácil, después de todo, conseguir que un artista pretencioso se prestase a tal performance. Que, finalmente, como toda creadora que se precie, era feliz al contemplar su obra.