Imagen tomada de Google

               

   Un velo de dorada luminosidad cubría cada rincón de la estancia y de toda la cabaña. El aire parecía impregnado de mágicas fragancias llegadas en compañía de la suave brisa vespertina. El artesanal ventilador daba infinitas vueltas suspendido del techo junto a una bombilla de 40 w.

   Cansado después de un día de intenso ejercicio físico Marcelo se dejó caer sobre la cama mirando hacia el  aparato que a duras penas aliviaba el calor reinante. A través del espejo podía observar el movimiento de las hojas de la parra que rodeaba la cabaña. Era en aquel momento partícipe de infinidad de sensaciones ciertamente reconfortantes, haciéndole olvidar

por unos instantes el intenso calor. Su mente se trasladaba a través del tiempo a un pequeño paraíso que no podía olvidar. Un lugar inigualable en el que  disfrutara de manera muy especial.

   La luz aquella tarde parecía recorrer el cuerpo de Marcelo de cabeza a pies, una percepción muy distinta a la de otras ocasiones en las que el sol incidía con intensidad sobre él.Sintió por encima de su cuello una sensación, como húmeda caricia desarrollada en minúsculos círculos. Creía estar viviendo en un sueño escuchando a aquellos pájaros notando el tacto de sus

patas sobre su piel desnuda. Lo mas extraño era que sentía como una voz dulce, muy dulce que pronunciaba su nombre de pila una y otra vez.

   Quizás uno de aquellos rayos de   sol tardíos posados en sus párpados, quizás el mayor volumen de aquella voz hicieron que su mirada resurgiera frente al espejo.

   Estaba arrodillada sobre la alfombra granate y de origen incierto. Sus cabellos largos y negros como el azabache arropaban cariñosamente su piel, toda  su   espalda. Los minúsculos círculos que trazaba  su lengua en el cuello de Marcelo iban creciendo en diámetro a la vez que se desplazaba en sentido ascendente hacia su rostro mientras sus dedos viajaban lentamente a todos los rincones de su epidermis haciéndole reaccionar consecuentemente. Toda su perfección corporal allí, frente a los ojos de Marcelo sin nada que ocultar. Los labios de Macarena, su nombre, rozaban ahora los suyos a intervalos cada vez menos espaciados. Continuaba arrodillada marcando sus blancos marfiles sobre él, arañando y mordisqueando cada espacio de su piel.

Marcelo no deseaba perderse ni un segundo de aquella tarde, ni enfriar la situación. La tomó de la mano caminando ambos como uno solo   hacia la cocina. En un rapidísimo vistazo reparo ella en un tarro de cristal lleno de miel. Rodeando con una mano la cintura de él, alcanzó con la otra el tarro de cristal . De manera sorprendente logró abrir el frasco con una sola mano y su contenido empezó a deslizarse lentamente por sus mejillas, por la nariz hasta sus labios. Marcelo se apoyó como pudo en el fregadero mientras Macarena abrazaba su cuello al tiempo que saboreaba en su boca aquel manjar tan dulce y natural. Lo mismo hacía él sobre la piel dorada de Macarena formando círculos y figuras curvilíneas difíciles  de igualar al tiempo que sus papilas gustativas percibían la miel en cada poro.

   La rojiza luz del ocaso había invadido la cabaña y envolvía a los dos por completo.

Se creaban reflejos inimaginables sobre la miel en aquellos cuerpos a donde llegaban fragancias de las mil flores traídas por la leve brisa del anochecer.

   Bajo el ineficaz ventilador, Macarena se sentó a horcajadas sobre el abdomen de

Marcelo comenzando a cabalgar como si no hubiera un mañana, a la vez que lo manoseaba con suma maestría.

   Por la ventana, a través de las irregulares persianas de bambú, llegaba el brillo de plata de la luna nueva que se paseaba por su pecho, por su negra melena, por sus piernas esculturales. No podía creer lo que sucedía. Disfrutaba plenamente de aquella velada improvisada y especial con una mujer increíble, en su refugio de descanso.

   En medio de la total oscuridad sus pieles quedaron libres de la miel, sin la más leve

partícula en el rincón más oculto. El lugar donde se hallaba la ducha era francamente estrecho. Ambos cuerpos pegados sin dejar pasar las templadas gotas entre ellos, En cualquier posición rozaban las paredes. Los largos cabellos de Macarena se le pegaban a sus pechos con lapas a

una roca en el mar. Los labios y la inquieta lengua de Marcelo jugaban insistentes con

los de ella…

   Marcelo sentía su aliento, como si de un vergel se tratara. Ella viniera a la cabaña

por propia iniciativa y ahora?

   Cuando él abrió sus párpados el sol del amanecer iluminaba su piel en tonalidades

ámbar. El viejo ventilador se había parado solo. Junto a él un tarro de miel lleno caído

en el suelo…

   Ni rastro de sus largos cabellos azabache, ni de su figura, ni de su dorada piel.

   Ni rastro de Macarena.

   Tal vez fuera un sueño…

Fotos: Google

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