Entre las montañas, en las cuevas que bordean el acantilado, se llevaban a cabo los rituales en las noches de solsticio. La tribu Celta hacía honores a los dioses, pero también a los demonios. Allí, se llevaba a las personas que estaban al borde de la muerte para pedirle su salvación, y según decidiera el demonio, eran salvados o poseídos, utilizando su cuerpo como un depósito, un cuenco que albergaría a todas las almas oscuras.

Aldair había enfermado ese invierno, y a pesar de todo el esfuerzo de los Druidas se debatía entre la vida y la muerte. Su madre en un acto de desesperación lo llevó a la cueva y realizó el ritual, con la esperanza que algunos de los dioses los salvaran y los demonios no estuviesen despiertos.

Se quemaron las hierbas correctas y se danzó al son del fuego repitiendo cada palabra en su momento justo. Sin embargo, cuando Aldair abrió sus ojos, su mirada ya no era la misma, el mal poseía su semblante y un aura oscura cubría su cuerpo. De las sombras salieron formas etéreas que volaron sobre el fuego, gimiendo, gritando súplicas de dolor. El Druida al ver que el ritual había fallado, sacó su puñal degollando al joven en el instante. No podía permitir que un demonio saliera de esa cueva y trajera la desgracia a todo el pueblo.

La madre de Aldair lloró horrorizada y salió corriendo entre los arbustos, no por pena, no por dolor al joven muerto. Sus ojos ya no eran los mismos, la oscuridad reinaba en ellos y ahora, que habían sacrificado el cuerpo donde volvía su amante, el demonio tendría que hacer el ritual otra vez.

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