
El frío que invade la ciudad, cambio de estación, hora y clima desembocan en monotonía. Regresamos al calor del hogar anticipadamente, nos vuelve perezosos y decidimos realizar otro tipo de actividades dentro de casa.
Aguerridos en lucha continua contra este descenso de temperaturas, vestimos con ropa de abrigo o ataviamos con una buena manta que recubra el cuerpo, aportando calor necesario cuando habitamos el sofá. Nuestras manos sostienen una taza conteniendo algún tipo de infusión, café, caldo… que destemple el gélido organismo.
Es difícil empatizar con personas que sobreviven a la intemperie, conviven con las inclemencias estacionales restando grados paulatinamente, hasta introducirnos en el severo invierno. Su autoridad les obliga a ser nómadas, buscando lugares estratégicos donde refugiarse. Con un poco de suerte son recogidos de la calle informando sobre algún alojamiento social donde tomar algo caliente combatiendo indefinidas horas nocturnas, aunque el mañana esté en manos del azar.
Sus ropas tampoco les aíslan del frío, vestidos con atuendos superpuestos de fina tela, raidos, rotos…
Dormitan en calles, bancos o escalones de algún portal, utilizando cartones superpuestos sobre el suelo y por encima de sus cuerpos en forma de aislante.
Pocas personas tienden la mano al indigente en sus necesidades. Aportando algo caliente, ofreciendo alguna ropa de abrigo y puedan descubrir el calor sobre su piel.
Esta cruel realidad de nuestra sociedad, no exime a nadie a participar en la ruleta de la vida y podamos encontrarnos en similares condiciones infrahumanas.
La llamada sociedad del bienestar resultó ser una mentira. La sociedad, esa que se dice hemos construido entre todos, ha fracasado a todos los niveles.
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