Viví en el palacio de Buenavista de Hortaleza desde el principio, mucho tiempo atrás, cuando la vieja casa de campo fue rehecha como el palacio que haría conocida a esta quinta.

Siempre disfruté de sus jardines, de los paseos de los marqueses de Santa Cruz, de los largos momentos con la marquesa austriaca Mariana pintando a mi lado, de los cambios que hizo Juan José Marcó del Pont, comerciante con la América española y corsario con base en Vigo, cuando añadió el estanque o las fuentes de arriba entre otras cosas.

Después pasaron por aquí distintos dueños como los marqueses de Branciforte o Tomás de Arcos. ¡Cómo cambiaban las maneras de comportarse y los problemas de cada uno de ellos! Todos bien posicionados y ricos, pero todos tan distintos. Allí vi pasar a reyes como Fernando VII, cómo se construyó un convento que se llenó de novicias y de niñas que estudiaban allí o se creó un alojamiento para huérfanas después de la guerra civil. ¡Tanta historia ha pasado por delante de mí! ¡Tantos recuerdos!

Triste fue el momento en el que el palacio ardió como consecuencia de una vil chispa en una de sus chimeneas. Inútiles fueron los intentos de los vecinos de apagarlo, sacando lo que pudieron de dentro y con tres brigadas de bomberos haciendo todo lo humanamente posible. Solo quedaron las cenizas. Hubiese llorado si fuera capaz viendo alzarse esas gigantescas llamas que destruyeron sin compasión algo que había sobrevivido incluso a auténticas batallas de guerras fratricidas.

Y ahora me encuentro aquí. Una papelera metálica, abollada y oxidada, rodeada de los restos de las columnas del parque de Isabel Clara Eugenia, retiradas para una reforma y tiradas en una escombrera esperando, inútilmente, que alguien decida darme a mí, y a mis pétreas amigas, una nueva oportunidad.

Vivimos mucha historia y, ahora, somos historia.

Anuncio publicitario