
La mochila no deja de golpearle en los riñones. Inspira, espira. Inspira, espira. Sabe que debe concentrarse o no llegará nunca. Cuenta los segundos desde que coge aire hasta que alcanza sus pulmones, lo aguanta, y vuelve a contar el mismo tiempo hasta que ya no queda ni una gota. Vuelve a empezar. Intenta acompasar sus zancadas a la respiración. “Busca el ritmo”, se dice, “distraete con cualquier cosa o no sales de aquí con vida”. Como pretende llegar de una pieza lo hace. Trata de ignorar los aullidos de dolor de sus bronquios y se concentra en las pisadas de los corredores que le rodean. Pam pam pam pam pam pam. Le recuerda a los pelotones de las películas americanas. Cada pisada choca contra los edificios que custodian las calles por las que pasa la carrera y resulta tan amenazante como ensordecedor. Por una parte, se siente en una cámara de vacío donde solo puede escuchar sus latidos. Por otra, la fuerza que suda el asfalto hace que se sienta inquietantemente poderosa, invencible, capaz de enfrentarse a una veintena de acorazados de la policía y reducirlos a cenizas. No es fanática de las películas de superhéroes, pero tener poderes debe ser algo similar a eso. Y no le desagrada, pero no está muy segura de que esa dosis extra de confianza sea muy buena; dadas las circunstancias, si se desfonda por haberse motivado demasiado, la situación puede complicarse aun más.
Intentando desprenderse de cualquier pensamiento negativo, sacude la cabeza, vuelve a tomar aire. El dolor de espalda le está matando. No debería haber cargado tanto la mochila, ahí sí que se vino arriba. Debería haber hecho caso a Gloria, coger lo indispensable y ya, pero qué es lo indispensable, se pregunta. Uno lo tiene todo ahí tan a mano que… además, es tan subjetivo. Lo indispensable para un ingeniero podía ser un transportador de ángulos, ¿pero qué hacía, por ejemplo un cocinero, con un transportador de ángulos? Lógicamente nada. Un chef necesita cuchillos; un pintor, pinceles; un político, gente que no piense demasiado para poder manipularla y los bancos necesitan dinero para especular. Si a Gloria le vale con cuatro cosas no va a juzgarla, pero desde luego que ella tiene unas necesidades muy concretas que no se cubren con “lo justo”. Ahora, por ejemplo, necesita agua.
El cuerpo funciona de una forma curiosa. Cómo es posible sentir la boca tan seca como una lija y, al mismo tiempo, la garganta tan pastosa que parece que, en vez de saliva, tienes fango. Le dan ganas de escupir, pero traicionaría la memoria de su madre y eso no puede permitirlo. “Señoritas en cualquier situación”, decía siempre. Y siente la obligación de cumplirlo. Desde que murió había dado muchas vueltas a la relación que había tenido con ella, y no había podido evitar cierto remordimiento por tantos años de discusiones adolescentes y tonterías varias. No llegaba a entender por qué había desperdiciado tanto tiempo en llevarle la contraria. ¿Por qué las hijas acumulan tanta rabia hacia las madres cuando son pequeñas? Simplemente no tiene sentido. Ella adoraba a su madre y, aun así, se había pasado un tercio de su vida cabreada con ella. Ahora vienen los arrepentimientos, y por eso se ha propuesto seguir todos sus preceptos al pie de la letra. Más o menos.
Al alcanzar el octavo kilómetro una punzada de dolor le cruza los hombros. Encoge el cuello por inercia, contiene un grito. “La puñetera mochila”. Empieza a ser consciente de lo molesto que es el golpeteo del bulto contra los riñones, está convencida de que le va a salir un moratón. Aprovecha un bufido para soltar el aire. Le encantaría arrancarse las asas de cuajo y dejarla abandonada como las botellas de agua que la gente lanza en el avituallamiento, o las chaquetas que tiran con total tranquilidad como si la equipación deportiva no costase un ojo de la cara. El chaval que tiene delante acaba de dejar caer el gorro que llevaba en la mano. Esa gente le da rabia; la gente con dinero para aburrir. No tienen aprecio por nada porque para ellos sustituirlo es tan fácil como pasar la tarjeta de crédito sin mirar. Le gritaría que es un sinvergüenza. Es más, lo hace.
- —¡Eh! ¡El gorro! – Al menos lo intenta.
La asfixia limita sus maldiciones a frases cortas pero en su cabeza le está poniendo de vuelta de perejil. Tiene suerte de que no pueda decirle que es un capullo. Y de que sea una persona educada y que no quiera llamar excesivamente la atención. Pero es que no lo soporta. Porque a diferencia de ellos, la gente como ella tiene que buscarse la vida como sea. Tiene que hacer cosas que a lo mejor no querría para poder subsistir y por eso ahora está corriendo en una carrera de ya no sabe cuántos kilómetros, tiene una mochila llena a reventar que le golpea en la espalda, le está dando un tirón en la espalda por culpa del peso y, encima, no puede dejarla por ahí tirada porque ella sí sabe lo que cuesta el dinero.
—¡Ostia! —el chaval parece haberse dado cuenta de que le ha pillado y se da inmediatamente la vuelta— Gracias por avisar, ni me había dado cuenta. —Con una sonrisa se agacha como si estuviese de paseo y sin más da un salto para recuperar el ritmo. En menos de un minuto le pierde de vista.
Le encantaría mandarle a la mierda, pero solo es capaz de decir:
—¡Ggñe!
Sin darse cuenta ha llegado al kilómetro once. Una parte de ella no tiene muy claro aun cómo es posible que esté aguantando tanto. Echa un vistazo hacia atrás. La verdad que las calles están tan llenas que es imposible distinguir nada. Le recuerda a la película de La Marabunta, solo que en vez de millones de termitas hay varios miles de personas sudando una camiseta hortera que regalaban con la inscripción. Es como un uniforme, cree, y ciertamente le parece bonito, es como una hermandad entre extraños que no se conocen de nada pero tienen un propósito en común. En ese momento le gustaría llevar ella una también pero, claro, es lo que tienen las decisiones del último segundo. De alguna forma se siente disociada del evento, como si no perteneciese a él y le encantaría hacerlo. Por otra parte, siente que así destaca demasiado y eso es algo que sí que la incomoda.
Vuelve a tomar aire. Inspira y espira, luchando contra el dolor de espalda y la mochila que cada vez le parece más pesada. Mira a su alrededor, esperando no encontrar ninguna mirada clavada sobre ella. Por suerte, las únicas personas a su alrededor que no se están debatiendo entre terminar la carrera o mandarlo todo a la mierda y tragarse tres litros de cerveza en el primer bar que se les venga al paso parecen más preocupadas en buscar a sus familiares o amigos que en ella. A ella nadie la está mirando. Y está bien, por supuesto, es lo mejor, pero no le importaría que hubiese alguien ahí animándola. Al fin y al cabo, ella también está participando, ¿no? Aunque no sea oficialmente. Ya podría estar Gloria. ¿Dónde se ha metido, a todo esto? Se habían separado en la calle perpendicular al banco, la que tiene la cafetería de los desayunos a dos cincuenta, y no ha vuelto a saber de ella. Toma aire. Lo suelta. Espera que esté bien.
Un codazo le vuelve a sacar de sus pensamientos. Se está dispersando mucho y no debe. Tiene que estar muchísimo más pendiente de lo que pasa a su alrededor pero es que es de genética divagadora. Su padre es un gran pensador y lógicamente ella lo ha heredado. Piensa, piensa y requetepiensa. Hace reflexiones mientras su cuerpo trabaja. Como en esta ocasión en concreto, por poner un ejemplo. Recibe otro codazo, esta vez por la derecha. Gira la cabeza para fulminar al causante con toda la ira de sus pupilas pero un frenazo repentino del de delante hace que todo su cuerpo se active para dar un salto y esquivar el más que potencial accidente que podía haber acabado con su carrera y con la de las veinte personas que le rodean. Consigue abrirse paso entre un par de corredores pero cada vez se le hace más complicado moverse. Vuelve a mirar a su alrededor buscando una respuesta. La encuentra rápido: la avenida se está estrechando y el pelotón ha vuelto a agruparse.
El aliento de los demás le calienta el cuello y las orejas. Es húmedo y está haciendo verdaderos esfuerzos por no pensar en el olor a sudor que está empezando a concentrarse. Sabe que no debería, pero termina por buscar entretenimiento en la conversación que unas señoras mayores llevan unos pasos por detrás de ella:
—Al parecer ha sido esta mañana. —la voz chillona de una de ellas lleva la voz cantante y no puede evitar preguntarse si será por afán de protagonismo o si, simplemente, la otra ha priorizado respirar— ¿Tú te crees? Yo pensaba que estas cosas solo ocurrían en las películas. Bueno, pues no. Y ha sido al ladito de donde salía la carrera. ¿Te acuerdas de Paqui? ¿La que vive justo encima de “Los dos cincuenta”? ¿Te acuerdas de su casa?
—Sí. —La escueta respuesta parece una llamada de auxilio, pero complace a la narradora.
—¿Que justo debajo tenía un banco? Que antes era un Bankia, creo, hasta que lo volvieron a cambiar. —Deja unos segundos a su compañera para que responda, seguramente para comprobar si realmente la está escuchando.
—Sí. —De nuevo, es suficiente.
—Bueno, pues resulta que esta mañana lo han asaltado. ¿Tú te crees?
No tiene ni idea de qué es lo que cree la otra mujer pero para ella el interés en la conversación se duplica cuando menciona el atraco. Como puede, esquivando a la multitud – cosa que complica la mochila -, se acerca a ellas con toda la intención de preguntar qué saben.
—Oigan, perdonen. —Solo la que habla se inmuta. La otra, sigue priorizando respirar— Buenos días. —Sonríe, la buena educación ante todo—. No he podido evitar escucharlas. ¿Hablaban de que han robado en un banco?
—Justo eso. —La sonrisa de la señora, que ahora puede ver que es la más alta y que corre tan tiesa como un palo de escoba, brilla con el hecho de que haya alguien interesado en su historia.
—¿Y se sabe quién ha sido? —Pregunta, sintiendo un nudo en el estómago que asciende hacia la garganta cada vez que alguien la empuja, mueve la mochila y le golpea en la espalda. Intenta coger aire, soltarlo. Cada vez le cuesta más respirar.
—Solo que eran dos mujeres -—confiesa la señora—. Pero poco más. Hay quien dice que han aprovechado la carrera para despistar a la policía.
Una repentina sensación de mareo le obliga a cerrar momentáneamente los ojos. Cuando suelta el aire, con toda la fuerza de su diafragma, parece un minotauro furioso. La presión en el pecho es insoportable y parece que el aire se le ha quedado atascado en la garganta. Al volver a abrir los ojos las señoras se han perdido entre la multitud que, al abrirse de nuevo el recorrido hacia una avenida, empieza a dispersarse. Ya no hay nadie clavándole el codo pero, aun así, sigue teniendo la sensación de que la observan.
Están rozando ya el decimoquinto kilómetro, el último. Debería empezar a buscar un hueco para salirse de la carrera antes de cruzar los globos de meta. Está deseando llegar al primer callejón que pueda y tirarse al suelo donde nadie pueda verla. Va a estar sin mover las piernas un mes después de esto, es más, piensa comprarse un colchón nuevo después de esto. De esos que se adaptan a tu cuerpo y te curan los males. Y una almohada de plumas de ganso para el cuello que le está matando. Y las piernas le tiemblan como si fueran de gelatina. La verdad es que podría comerse una gelatina ahora. La de melocotón, la que hacía su madre. Aunque ahora podría engullir cualquier cosa, en realidad. Antes de comprar el colchón va a darse un banquete. Va a irse a un buffet libre y a tragar como una aspiradora. Lo dejará vacío y entonces se comprará el colchón e hibernará durante días.
Cuando quiere darse cuenta, la recta final se le echa encima y la posibilidad de hacerse a un lado se cierra por la hilera de vallas que separan al público de los corredores. Se muerde el labio con cierta intranquilidad pero coge aire y respira. “Tan solo unos metros”, piensa. “Lo bueno es que hay mucha gente. Pasaré desapercibida. Además, yo también me lo merezco”. Y ese pensamiento recupera la euforia que había sentido nada más meterse en la carrera. Vuelve a sentirse invencible, todopoderosa; agotada, sí, pero con la fuerza de un titán y, de nuevo, capaz de enfrentarse a un ejército.
Ya puede alcanzar a ver el espectáculo de luces rojas y azules que hay en la meta. Escucha una bocina comentar algo aún ilegible pero está segura de que es el comentarista felicitando a los corredores. Le parece escuchar ya el clamor del público, los aplausos, los vítores. El ruido de su cabeza es tan ensordecedor que hasta se olvida del dolor de espalda, del cuello, de la mochila. De hecho, cuando quiere darse cuenta ha cruzado la meta con los brazos en alto, imaginándose ganadora en las Olimpiadas. Alguien se acerca detrás de ella e instintivamente se gira esbozando una sonrisa, dispuesta a recibir su medalla.
—Necesitamos inspeccionar su mochila. —Sin ni siquiera dar los buenos días, el policía le agarra del hombro mientras otro le arranca la mochila de cuajo.
—¿Cómo?
En cuestión de un segundo, el estadio olímpico desaparece por completo. También lo hacen el colchón y el buffet. Solo queda un fogonazo de luz azul y roja intermitente. Cuando guiña los ojos, descubre los coches de policía en formación. Uno de los agentes está guiando a los corredores hacia la salida con un megáfono y un poco más al fondo está Gloria, sujeta por otro con las manos en la espalda, la decepción en la mirada y un montón de billetes amontonados frente a ella. El policía que le había quitado la mochila se acerca, hurgando dentro con una carcajada.
—Hay que joderse —comenta. Mientras habla, mueve hacia arriba y hacia abajo el bulto, como si tantease el peso—. La verdad que cargar con esto tiene mérito… Enhorabuena por la carrera.
Sin pensárselo dos veces, vuelca el contenido sobre el montón de billetes. Cuando caen fajos sobre fajos, la montaña se triplica.